Hipatia

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miércoles, 23 de marzo de 2011

El reino de los muertos

De modo que me planté en el umbral de los dos mundos, y no era poca mi desdicha, pues el descenso al mundo de los muertos no era plato de mi agrado. Pero ya que había llegado hasta allí no podía volver, o en adelante sería conocido como Odiseo el Cobarde ¡Y por los dioses de Ítaca que no dejaría que tal apodo manchara mi nombre!
Bajé las escalofriantes escaleras y me encontré con un túnel cuyo fin la vista no alcanzaba a vislumbrar. Caminé hacia el fondo del enorme túnel, pero no puedo decir por cuánto tiempo ya que en la negrura no podía contar el paso de horas o días.
Llegué al fin a un gran arco de piedra, con dos antorchas cuyas llamas indicaban la entrada. Apareció en ese preciso momento un visitante que no esperaba. Un jinete. Pero no un jinete cualquiera, si no un Guardián de los Muertos. Éste montaba un inmenso caballo totalmente negro, cuyos adornos estaban rasgados y rotos en su mayor parte. El Guardián llevaba puesta una especie de túnica negra como la oscuridad que nos rodeaba y una capa también de color negro. Sólo sus dos ojos rojos brillaban bajo la capucha que tapaba su rostro.
- ¿Quién eres y qué quieres?- preguntó, y su voz sonó fría como el hielo y dura como el acero.
- ¡Yo soy Odiseo!- exclamé- ¡Apártate de mi camino, criatura de las sombras, pues es con el rey de Ítaca con quién cruzas tus palabras!
Pero comprendí entonces que los muertos no diferencian de reyes u hombres corrientes y pronto, surgidos de una blanca bruma, aparecieron ante mí docenas y docenas de muertos. Algunos parecían personas hechas de bruma, pero otras eran escalofriantes espectros con más huesos que carne y los ojos vacíos.
De pronto me pregunté cómo escapar de allí, pues ahora había ofendido al muerto más que el muerto a mí.

martes, 1 de marzo de 2011

Las murallas de Troya

Y otro día más, al amanecer, nos plantamos ante la poderosa muralla troyana, con sus grandes almenas repletas de arqueros y cuyas flechas destrozaban nuestras filas.
Cada cincuenta metros más o menos, unas gigantescas torres sobresalían. Todos los muros eran de gruesas piedras marrones y grises y en algunos puntos, surcados de manchas negras, allí donde los proyectiles de nuestras catapultas han impactado, sin producir daño alguno pues su grosor es tal que puede soportar años de asedio.
No hay forma de asaltar sus defensas ya que las torres que teníamos han sido destrozadas por las catapultas de los troyanos. En el corazón de Troya se alza la ciudadela, con unas murallas y fortificaciones mucho más poderosas que los muros exteriores. Ni siquiera nuestros generales y capitanes han logrado romper semejante defensa, ni Ulises, ni Agamenón, ni tan siquiera el poderoso Aquiles. Sus puertas doradas se abren ante mis ojos empujadas por seis hombres cada una. Y aquí está un día más, el ejército troyano con su rey Héctor al frente...